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El papel del amor en la construcción y resignificación del mundo interno

 “La generosidad de otro corazón es lo que abre
y facilita el acceso al misterio de otra persona”[1]
S. Freud (1905)

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Elegí el titulo de esta ponencia pensando en poder transmitir el papel tan relevante que a mi parecer tiene el amor en todo tipo de vinculaciones íntimas creativas, desde la que podemos tener con nosotros mismos, con familia y amigos, hasta aquella que surge en el consultorio con nuestros pacientes. Para lograr esto, tuve algunos cuestionamientos iniciales que deseo compartir con ustedes como: ¿qué significa amar desde el psicoanálisis? ¿Es lo mismo amar e intimar? Y de la mano con ello, ¿Intimamos con todo aquel que amamos?

El amor es definido por el Diccionario de la Real Academia Española como un “sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”. De esta enunciación, me pareció importante resaltar que es un sentimiento ineludible y necesario en todos nosotros, aunque como psicoanalistas quizá nos podría parecer insuficiente.

Entiendo al amor en términos psicoanalíticos como parte de la pulsión de vida, la libido que vehiculiza la energía interna hacia finalidades creativas y de movimiento para el desarrollo y crecimiento de nuestro mundo interno. Por lo tanto en esta ocasión al hablar del amor, no deseo referirme solamente al sentimiento romántico que experimentamos con una pareja, sino más particularmente a una experiencia interna intensa que nos construye y transforma.

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Este amor universal, es una energía que nos permite cuidarnos, construirnos y reconstruirnos a cada momento[2], desde detalles pequeños como el sentir ánimo para prepararnos el desayuno cada mañana, hasta quizá el gran monto de energía libidinal requerida para terminar un posgrado de 6 años; es un movimiento interno en pro del cuidado y la mejora individual.

Es también este amor, entendido como energía movilizadora, el que nos conduce hacia el contacto con otros, pues bien sabemos que somos seres sociales en búsqueda de personas con las cuales entender, aprender, compartir y sentir. Lo anterior ha sido planteado por Fairbairn y Guntrip (1961)[3] psicoanalistas que pusieron el énfasis en la vinculación con los objetos como aspecto estructurante en la formación psíquica, lo cual implica que esta búsqueda de objetos desde el nacimiento, en lo sucesivo promueve el encuentro y la unión con otros, tal como lo señala la definición de la Real Academia Española.

De esta manera, todos nacemos con dicho impulso buscador de objetos y con ciertas potencialidades a desarrollar, pero es la interrelación de estos elementos en conjunto con nuestras primeras experiencias vinculares lo que nos permitirá entender cómo se comporta esta energía creativa a lo largo de nuestra vida, y en ese sentido, las manifestaciones individuales de intimidad y conexión intersubjetiva en la vida adulta.  Por lo anterior, no podría dejar de hacer énfasis en la importancia que tiene el primer vínculo establecido en la vida, es decir, con nuestra madre o quien haga las funciones maternas.

Si todo resulta bien, es en las primeras miradas, caricias, palabras y arrullos en que madre y bebé se conocen, reconocen, ajustan y responden a sus ritmos, armonizando y generando una conexión única que transforma el mundo de ambos; para el bebé, la madre es experimentada como un proceso de transformación, una primera forma de amor y un aspecto fundante de la experiencia temprana[4].   
  
Por ejemplo, si existe suficiente intimidad entre ambos, la madre logrará conectarse afectivamente, y podrá identificar en el llanto de su bebé que tiene frío, para actuar alterando el ambiente y así quitarle dicho malestar abrazándolo y cubriéndolo con una frazada; entonces aquí, en una experiencia tan cotidiana y sencilla, el bebé identifica a la madre con una transformación de su existir; así se está construyendo su mundo interno.

En la vida adulta, dicho elemento que altera el self, lo podemos experimentar en momentos íntimos muy particulares, por ejemplo al recibir un abrazo de nuestra abuela cuando estamos muy tristes, reír a carcajadas con tu mejor amiga o leer una novela que cambia la perspectiva que tenemos respecto a algo; estas experiencias íntimas amorosas mueven y transforman nuestro mundo interno generando crecimiento.    

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Hasta ahora, planteo que para que pueda surgir intimidad, necesitamos amor, entendido como impulso de vida, energía movilizadora hacia el crecimiento, la creación y la vinculación con nosotros mismos y otros, la cual puede surgir durante una relación o incluso en momentos más cotidianos. Por ejemplo, puede existir un momento de intimidad con una maestra, si en el intercambio de ideas ambas lográramos conectarnos de alguna manera, quizá intelectualmente, y entonces el amor estará relacionado con la energía que nos lleva a ambas a asistir a dicha clase, con el deseo de entender mejor un tema, con la admiración que pudiera sentir por ella, o con la nutrición interna que ella siente al enseñar, y entonces esa breve experiencia nos hace crecer, crear y avanzar.

Ahora bien, pensemos en el amor en su sentido más usado, es decir como un sentimiento. ¿Intimamos con todo aquel que amamos? 

Pensemos en personas por las cuales sentimos un gran afecto, quizá nuestros padres, una pareja o un amigo, seguramente podría ser un cariño intenso y profundo, pero ¿verdaderamente los conocemos? ¿En qué grado sentimos que podemos compartir no sólo aquellos momentos de alegría, sino también mostrar nuestras partes más desvalidas o frágiles? ¿Realmente sentimos que podemos hablar de cualquier tema sin que ello nos haga sentir que se genera una fractura?

La intimidad para mí en términos vinculares,  es un tipo de reunión que va más allá de lo cognitivo, es decir, más allá de qué tantos datos conocemos de alguien, es una relación en la que existe la posibilidad de acercarnos, conocer, ser conocidos y reconocidos por otro a través del intercambio afectivo de experiencias, emociones, imperfecciones, historia, deseos, etc. En este encuentro, hay un enriquecimiento interno en ambas partes pues escuchar y resonar afectivamente con alguien produce una conexión intersubjetiva, la cual se vuelve más estrecha cada vez que repetimos esta dinámica.

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Por lo tanto, me parece que el afecto que podemos sentir por alguien no es ni equivalente o indicativo del grado de intimidad existente; aunque si existe un vínculo libidinal, las posibilidades de generar intimidad aumentarán.

La idea que acabo de proponer, podría pasar como una propuesta utópica y romántica, pero no deseo hacer pensar que la intimidad siempre implica una respuesta empática, ecuánime o alegre, ya sea de nuestra parte o incluso del otro, pues siendo francos, la vinculación íntima, implica cierta proximidad emocional que muchas veces nos atemoriza, produce frustración, desesperación y enojo, sin embargo quizá lo que posibilita este grado de cercanía sea la certeza de que dicha vinculación, por más incómoda, extraña o dolorosa que sea, puede nutrirnos.

¿Qué provoca que en ocasiones tengamos tanto temor a la intimidad si suponemos que es esta una experiencia transformadora nutriente? Para algunos psicoanalistas intersubjetivos, la ausencia de sintonía, de empatía validadora y de respuestas adecuadas del medio a las reacciones emocionales dolorosas en los primeros años, convierte el contacto con otros en una fuente de estados traumáticos, entendidos como una incapacidad para vincularse íntimamente consigo mismo y en consecuencia con otros.[5]

Pienso que lo anterior es el núcleo de la mayoría de los motivos de consulta de nuestros pacientes; cuestionamientos como ¿Por qué soy infiel si quiero tanto a mi esposa? ¿No entiendo cómo es que no me siento querido aún cuando he puesto tanto de mi parte? ¿Por qué constantemente me siento sola? Son heridas ante vinculaciones anteriores que imposibilitaron la intimidad o que  tradujeron esta experiencia en una sensación de peligro.

Dicho lo anterior, ahora deseo hablarles del último tema de mi trabajo, el papel del amor en la resignificación del mundo interno, pues por todo lo que he planteado hasta ahora pienso que aquello que sucede en la hora analítica con un paciente, es uno de los momentos más íntimos, afectivos y por lo tanto creativos.     

La situación analítica es una de las relaciones más formales y al mismo tiempo más íntima que existe; la formalidad refleja el respeto al paciente y al proceso analítico, y marca el hecho de que no es una relación amistosa, por lo que existe intimidad pero en el contexto de la formalidad.[6]

Resignificación en la clínica psicoanalítica implica varios pasos. Un primer momento será el comprender junto con el paciente sus experiencias iniciales, las vinculaciones con el medio que lo rodeó y las respuestas que encontró frente a sus intentos de conectarse con otros, para después entender cómo funciona la versión actual de dichos modelos que ahora provocan los conflictos vinculares y sus distintos intentos de resolución.

La resignificación, se irá generando a partir de las interpretaciones como una nueva llamada al contacto y a la conexión con el analista, quien para ello utiliza el setting, pero sobre todo pone su persona dentro del proceso, su personalidad, su emocionalidad, su panza y corazón, así como la fina capacidad para distinguir entre lo suyo y lo del paciente usando la subjetividad especifica y modulando su respuesta emocional.


Todo lo anterior para lograr expresarle al paciente lo que entiende sobre su experiencia, su dolor, sus necesidades e inquietudes y sobre todo el tipo de relación inconsciente que está proponiendo. La resignificación será el proceso en el que el paciente a través de la vinculación con su analista va entendiendo mejor quién es, qué le sucede y por qué le sucede, contándose al final una historia personal más integrada que posibilita los cambios y ajustes que él mismo pueda plantear desde esa nueva perspectiva.[7]

Por lo tanto, el trabajo psicoanalítico implica dos subjetividades intensamente comprometidas en la tarea de promover transformaciones psíquicas; camino en el que el analista llega a conocer al paciente y el paciente puede sentirse conocido por el analista, al mismo tiempo que el paciente está logrando conocerse a sí mismo y también a su analista. [8]

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Todo lo anterior, exige un gran monto de energía libidinal tanto del analista como del paciente y en ese camino, si es bien llevado, pueden surgir tres experiencias íntimas simultáneas: por un lado está aquella que se genera entre paciente y analista, otra será la intimidad que el paciente comienza a tener consigo mismo al irse conociendo, para lo cual necesitará que su analista pueda tener suficiente intimidad consigo mismo para lograr entender efectivamente los procesos contransferenciales y aquello creado a partir de la interacción de dos inconscientes.

Sin embargo, como decía Winnicott, “las madres como los analistas, pueden ser buenas o no bastante buenas”[9], y si antes mencioné que el trauma surge a partir de respuestas inadecuadas del medio a las reacciones emocionales dolorosas, en el consultorio sucederá una nueva repetición de ese trauma si el analista no se conecta afectivamente con su paciente y responde con interpretaciones meramente intelectuales, provocándose entonces un desencuentro, es decir lo opuesto a la intimidad que vulnerará el proceso de resignificación.

Vemos así, que el conocimiento teórico es una brújula de la atención flotante y una herramienta imprescindible para ordenar el caos de la experiencia, pero también puede ser utilizado como una defensa ante la invitación que el paciente nos hace a sumergirnos en su mundo infantil, resultando tentador interpretar cuando hay que callar, cambiar de actitud cuando hay material angustiante, o mostrarnos rígidos cuando hay que responder afectivamente. 

La confianza, el vínculo terapéutico y el impulso libidinal de la pareja analítica será lo que posibilitará la intimidad necesaria para poder hablar de cualquier cosa y también escuchar cualquier cosa. Esto creará una nueva perspectiva y así un movimiento interno hacia el cambio en el paciente, pero también en el analista quien con cada paciente aprende algo nuevo de sí, haciendo evidente que el proceso de resignificación en psicoanálisis es una experiencia transformacional.

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En este sentido, concluyo que para mí la intimidad es la forma de vinculación amorosa más avanzada, siendo su opuesto las relaciones superficiales y parciales; capacidad importante y fundante del mundo interno, que es expresada de forma individual, por lo que no existe una sola manera de intimar.

El logro de esta manera de relacionarnos, no es algo sencillo, es un trabajo continuo y exhaustivo que implica mucha confianza, sinceridad con nosotros mismos y con el otro, así como cierta capacidad para escuchar, acompañar y resonar afectivamente incluso en momentos de dolor.  




[1] “Sobre psicoterapia” en Obras Completas (1905)
[2] Tomando en consideración la propuesta de André Green (1986) en la que se habla de la agresión como un componente de la pulsión de vida, pues esta posibilita el movimiento y cambio, en contraste con la pulsión de muerte que promueve el vacío, el no movimiento.
[3] En Bleichmar N, Bleichmar, C., (1997) “El psicoanálisis después de Freud”.
[4] Tomando en consideración las ideas de Jessica Benjamin (2002), Christhoper Bollas (2009) y Donald Winnicott (1993).
[5] R. Stolorow y G. Atwood (1987), Los contextos del ser. Editorial Herder

[6]Ogden, T.H. (1992). Comments on Transference and Countertransference in the Initial Analytic Meeting. Psychoanalytic Inquiry, 12:225-247
[7] Isidoro Berenstein (1995) “Psicoanálisis de pareja y familia”
[8] Ogden, T.H. (2004). This art of psychoanalysis: Dreaming undreamt dreams and interrupted cries. International Journal of Psycho-Analysis, 85:857-877
[9] Donald Winnicott (1993) “Realidad y juego”

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